lunes, 13 de octubre de 2014

EN CLASES PRÁCTICAS, de Jorge Fernández Bustos

Ocurrió a finales de los ochenta o, por lo menos, se comentaba en aquella época con un alarmante regocijo de los presentes y una desbocada hilaridad del narrador. Puede que fuera cierto o una exageración de la comicidad, pero ahora se nos aparece como un episodio anecdótico de lo más digno y gracioso que recuerdo dentro de la institución académica.
Fue en la Escuela de Estomatología de la Universidad de Granada. Se ve que ese día comenzaban unas horas de prácticas, de esas extensiones pedagógicas que imparten todas las carreras con más o menos eficacia. Las prácticas de los aspirantes a dentistas son realistas,
es decir, con pacientes de verdad. No como en otros estudios médicos que utilizan animales o difuntos, o sea, personas muertas que hacen de conejillos de indias, que no entienden si el bisturí, en una supuesta operación de apendicitis, se clava mortalmente en el riñón.
Los veo entrando a la sala de ensayos, llenas de sillones reclinables, anestésicos, fresadoras y demás aparatos de miedo de los mineros bucales. Como ese día iban a hacer un ejercicio simple, no solicitaron ciudadanos en
busca de economía médica, sino que los mismos alumnos hacían de cobayas en manos de sus facultativos compañeros.
«Hoy utilizaremos el microscopio», parece que expresó el profesor por debajo de su bigote. La mitad de los jóvenes estudiantes hacían de doctores, los demás, como indefensos enfermos, se tendieron sin rechistar bajo la mascarilla de los aprendices de sacamuelas.
No hicieron falta jeringas ni agujas. Era algo superficial. A saber: raspar la base de los dientes y observar las posibles impurezas aumentadas cientos de veces a través del microscopio. Los pacientes, pacientes, esperaban confiados cubiertos por media sábana ajustada a sus cuellos que les servía de babero.
Comenzaron los técnicos dentales a hurgar en la boca de sus iguales y, cuando tenían una muestra de algo, la escudriñaban con el aparato aumentador. La víctima entonces se levantaba, suplantaba el ojo de su compañero y discutía con él lo que podía o no ser.
El experto profesor vigilaba. Recorría las mesas de operaciones controlando a sus pupilos, impartiéndoles sabiduría, teorizando sobre lo que estaban viendo. Suplantaba de vez en vez al alumno doctor que hallaba con problemas para la extracción de su muestra.
Al rato, un muchacho, pegado al visor del binocular de precisión cumo si fuera su mismo apéndice visual, levantó la mano y, con ella, el dedo índice para llamar la atención del maestro, el cual acudió al instante (si hubiera levantado muellemente el dedo corazón, posiblemente lo hubieran expulsado de clase).
Sin esperar la llegada del profesor, el alumno enunció: «En el sarro de margarita hay algo que se mueve», con lo cual llamó la atención a todos los grupos operacionales que actuaban en la sala de práxis.
Con el halo de dios conocedor de todos los secretos dentales, molares y paladares, el catedrático se acercó a la mesa del conflicto, se inclinó un poco sobre el feliz descubrimiento y, con una mano en la espalda y la otra en el cristalito donde se deposita el modelo a observar, pegó su iris derecho al visor óptico mientras guiñaba con fruición el ojo izquierdo y elevaba el mostacho hacia ese lado. Tras un momento de otear solemnemente la muestra, el pofresor, más alegre que unas castañuelas, como Arquímedes debió exclamar su eureka, gritó a voz en cuello: «¡Es un espermatozoide y está vivo!».

Ilustración de Aida Ortiz (1995)