Siempre resulta agradable ver cómo se tambalea la
mojigatería; por esta razón, cada vez que leo artículos en defensa de la
pornografía hago cuanto puedo para encontrarlos dignos de alabanza. No
obstante, últimamente he venido perdiendo entusiasmo, y ahora que he analizado
un buen número de recientes tratados anticensura creo saber el porqué. Los escritores mienten. Siempre puede
encontrarse un claro tufo de hipocresía pegado a su prosa, además de mezquindad
en sus argumentos.
Aparentemente resultan ser valientes libertarios
prestos a batallar contra las fuerzas de la reacción, pero entre líneas siempre
hay alguien diciendo cosas como estas:
(a) Odio la
censura en todas sus formas, pero esto no significa que en realidad me guste la
pornografía.
(b) De
hecho, ni siquiera la apruebo, excepto cuando puedo llamarla ‘escritura
erótica’ y hacerla pasar por literatura.
(c) Nunca la
defendería ante un tribunal, a no ser que pudiera encontrarle algún valor
educativo, artístico o psiquiátrico que la hicieran parecer respetable.
(d) Sólo la
leo por motivos profesionales, y siento una enorme lástima por aquellos que la
leen por placer.
(e) Y por
supuesto nunca me masturbo.
Esto -una vez eliminada la retórica- es el punto
de vista generalizado entre los críticos liberales. De principio a fin nuestro
autor permanece socialmente inmaculado y -al menos para mí manifiestamente
irreal. Es como un hombre que en la práctica desprecie las casas de
prostitución, pero que no le importe defenderlas teóricamente, siempre que
hayan sido diseñadas por Mies van der Rohe y en ellas trabajen agentes sociales
vestidos por Balenciaga.
En este punto me gustaría proponer una definición.
Por pornografía entendemos aquella escritura cuya exclusiva intención es la de
causar placer sexual. Y no hablo de novelistas como D.H. Lawrence o Henry
Miller; el sexo es a menudo su tema, pero nunca la excitación es su principal
objetivo, y si por casualidad nos excitan, nuestras cremalleras siguen
resueltamente subidas, conscientes de que lo que sentimos es tan sólo una parte
casual de un complejo diseño literario. Lo que aquí discutimos es algo
distinto: pornografía abierta, orgásmica en intención y libre de las
motivaciones últimas del arte. Para los hombres tiene un sencillo y localizado
propósito: provocar una erección. Y cuanto más hábilmente mejor. Contrariamente
a la creencia popular, hacen falta disciplina y dedicación para ser un
pornógrafo de primera fila, y sólo la más sutil mezcla de ritmo y repetición
puede producir los resultados deseados. Estos suelen tomar la forma de la
masturbación solitaria -generalmente, pero no siempre. En cualquier caso, la
meta de la pornografía es siempre el goce físico, por mucho que los liberales
lo desdeñen y el público en su conjunto parezca siempre dispuesto a mandarlo a
la hoguera. Creo, por tanto, que merece unas cuantas palabras de exculpación y
agradecimiento.
Puesto que la pornografía lleva a cabo una obvia
función física, los críticos literarios se han negado a considerarla una forma
de arte. Según sus cánones, el arte es algo que apela a conceptos etéreos tales
como el alma y la imaginación; cualquier cosa que apele a los genitales entra
en la categoría de masaje. Lo que olvidan es que el lenguaje puede ser usado de
muchas formas complejas y delicadas para estimular el pene. No es simplemente
una cuestión de bombardear al lector con palabras guarras. Como Lionel Trilling
dijo en su memorable y lúcido artículo sobre el tema:
No veo
ninguna razón ética ni estética por la cual la literatura no deba tener como
uno de sus objetivos el suscitar pensamientos de lujuria. Es uno de sus
efectos, y quizás una de las funciones de la literatura el provocar deseo, y no
encuentro ninguna base para decir que el placer sexual no debiera encontrarse
entre los muchos objetos de deseo que la literatura nos propone, junto con el
heroísmo, la virtud, la paz, la muerte, la comida, la sabiduría, Dios, etc.
Este es el argumento central de la pornografía
como arte. No se puede expresar de manera más concisa ni más irrefutable. Si un
escritor usa artificios literarios para provocar el goce sexual está haciendo
un trabajo de artista. Sólo a él le concierne decidir si las palabras guarras
le van a ayudar en su proyecto. C.S.Lewis, un gran crítico literario amén de
apologista cristiano, en cierta ocasión me sorprendió al decirme que su
objeción a las palabras venéreas era que éstas son antiafrodisíacas. Añadió
que, desde tiempos remotos, los mejores escritores siempre han sabido que un
acercamiento oblicuo al sexo ofrece mejores dividendos eróticos. (El acercamiento directo, me decía, significa que uno se tiene que rebajar al
lenguaje del jardín de infancia, de la taberna, o bien del libro de medicina. Y
estas no son posiblemente las asociaciones que uno quisiera evocar.) Pero
eso es tan sólo una cuestión de gusto.
Cualquiera que sea la técnica que el autor emplee,
siempre tendremos el derecho de juzgar
el resultado final como una obra artística. Y el
criterio básico, en el caso de la pornografía, siempre será si consigue
excitarnos o no. En el caso de que así no sea estaremos en condiciones de
hablar de un fracaso artístico.
Sin embargo no debo caer en la trampa de sugerir
que la pornografía sólo es susceptible de defensa cuando pueda considerarse
como arte. Al contrario, es defendible en sí misma y por derecho, no importa si
es arte o no lo es, ni siquiera si está bien o mal escrita. La libertad para
escribir de sexo tiene necesariamente que incluir la libertad para escribir
mal.
Muy pocos críticos actuales son capaces de
escribir acerca del porno sin temblar llenos de prejuicios. Puede notarse en
ellos una preocupación constante por la opinión que sus lectores puedan hacerse
de ellos; nunca debe sospecharse que disfrutan con su lectura porque ello
equivaldría a admitir que se masturban. En consecuencia, suelen adoptar un tono
jocoso a la defensiva, cuando no una actitud indulgente. A veces se deshacen en
mares de compasión por aquellos que son capaces de salir a comprar el obsceno
producto –la clase de compasión que es prima hermana del desprecio. Por
supuesto, no hay ni que mencionar a los predicadores oficiales, para los cuales
toda pornografía es basura subversiva y debiera ser destruida.
Únicamente en los trabajos de críticos
inteligentes es donde puede notarse ese particular tono de velado disgusto
liberal, algo así como el de un profesor de toxicología empeñado en asegurarnos
cada cinco segundos que jamás ha envenenado a nadie. Este tono es perceptible
incluso en Los otros victorianos, de
Steven Marcus, un sobrevalorado y a menudo astuto estudio sobre la pornografía
en la Inglaterra decimonónica.
Permítaseme señalar algunos de los errores,
ambigüedades y confusiones críticas que detecto en su libro:
(1) Sobredependencia
del dogma freudiano. El profesor Marcus usa en el prólogo a su libro la
famosa cita en la que Freud proclama que los mayores logros culturales se consiguen
por medio de la sublimación de los componentes del instinto sexual. En
otras palabras, cuanta menos energía se invierta en sexo, mayor será la
probabilidad de producir una obra de arte. Esta hipótesis carece de base
científica alguna. Es como decir que si acumulas la leche suficiente, de alguna
forma se podrá convertir en vino algún día.
(2) Sobreadicción
al simbolismo freudiano. Al describir un manual victoriano sobre
pornografía, el profesor Marcus señala que muchas veces su autor inserta una
página entera de notas para
sólo una línea de texto. Añade que uno está
tentado de ver en este hecho una iconografía inconsciente: bajo una enorme cabeza aparece adosado un enorme apéndice. Resiste
la tentación, Marcus: esto es una broma subfreudiana de la peor especie. Más
adelante, el profesor cita a un pornógrafo que disimuladamente -y para evitar
la repetición utiliza la palabra evacuación
para referirse a la eyaculación. Si uno continúa con la metáfora, comenta
Marcus con insufrible pedantería, se
empieza a ver el pene como una columna fecal o bien como la parte inferior de
los intestinos, con lo cual el cuerpo de la mujer, y más concretamente sus genitales
se convierten en un retrete, etc. Ten cuidado al ampliar las metáforas,
Marcus, particularmente si son anales. Siguiendo con los ejemplos, cuando en
otra ocasión un héroe porno se dispone a desvestir a una muchacha y dice que descubrió bellezas capaces de revivir a los
muertos, el profesor Marcus insiste que esa frase es una referencia
inconsciente al autor y sus lectores: ellos
son los muertos que necesitan ser revividos. Si empezamos a interpretar con
tópicos de ese estilo, entonces entramos en un campo de minas cada vez que le
quitamos la funda a nuestras máquinas de
escribir.
(3) Censura
moral enmascarada de desaprobación estilística. Marcus tiene el hábito de
atacar
a la pornografía en particular con conceptos
aplicables a la literatura en general. En cierto momento cita una frase que
utiliza torpemente adjetivos como voluptuoso,
amoroso, y tumultuoso. Esto le
sirve a él para decir que, puesto que son vagos e inespecíficos, expresan una importante tendencia de la
pornografía. Nada de eso: lo que expresan es una tendencia existente en la
mala literatura de cualquier tipo. La escritura farragosa no es más aberrante
en pornografía que en Norman Vincent Peale.
Extracto del ensayo introductorio «In praise of hard
core» de Kenneth Tynan para la edición de DIRTY MOVIES (An illustrated history
of the stag film) 1915-1970, Chelsea House, NY, London, 1976. Traducción al castellano de Jesús Palomo.