domingo, 22 de diciembre de 2013

EN DEFENSA DE LA PORNOGRAFÍA



Siempre resulta agradable ver cómo se tambalea la mojigatería; por esta razón, cada vez que leo artículos en defensa de la pornografía hago cuanto puedo para encontrarlos dignos de alabanza. No obstante, últimamente he venido perdiendo entusiasmo, y ahora que he analizado un buen número de recientes tratados anticensura creo saber el porqué. Los escritores mienten. Siempre puede encontrarse un claro tufo de hipocresía pegado a su prosa, además de mezquindad en sus argumentos.

Aparentemente resultan ser valientes libertarios prestos a batallar contra las fuerzas de la reacción, pero entre líneas siempre hay alguien diciendo cosas como estas:

(a) Odio la censura en todas sus formas, pero esto no significa que en realidad me guste la pornografía.
(b) De hecho, ni siquiera la apruebo, excepto cuando puedo llamarla ‘escritura erótica’ y hacerla pasar por literatura.
(c) Nunca la defendería ante un tribunal, a no ser que pudiera encontrarle algún valor educativo, artístico o psiquiátrico que la hicieran parecer respetable.
(d) Sólo la leo por motivos profesionales, y siento una enorme lástima por aquellos que la leen por placer.
(e) Y por supuesto nunca me masturbo.

Esto -una vez eliminada la retórica- es el punto de vista generalizado entre los críticos liberales. De principio a fin nuestro autor permanece socialmente inmaculado y -al menos para mí manifiestamente irreal. Es como un hombre que en la práctica desprecie las casas de prostitución, pero que no le importe defenderlas teóricamente, siempre que hayan sido diseñadas por Mies van der Rohe y en ellas trabajen agentes sociales vestidos por Balenciaga.

En este punto me gustaría proponer una definición. Por pornografía entendemos aquella escritura cuya exclusiva intención es la de causar placer sexual. Y no hablo de novelistas como D.H. Lawrence o Henry Miller; el sexo es a menudo su tema, pero nunca la excitación es su principal objetivo, y si por casualidad nos excitan, nuestras cremalleras siguen resueltamente subidas, conscientes de que lo que sentimos es tan sólo una parte casual de un complejo diseño literario. Lo que aquí discutimos es algo distinto: pornografía abierta, orgásmica en intención y libre de las motivaciones últimas del arte. Para los hombres tiene un sencillo y localizado propósito: provocar una erección. Y cuanto más hábilmente mejor. Contrariamente a la creencia popular, hacen falta disciplina y dedicación para ser un pornógrafo de primera fila, y sólo la más sutil mezcla de ritmo y repetición puede producir los resultados deseados. Estos suelen tomar la forma de la masturbación solitaria -generalmente, pero no siempre. En cualquier caso, la meta de la pornografía es siempre el goce físico, por mucho que los liberales lo desdeñen y el público en su conjunto parezca siempre dispuesto a mandarlo a la hoguera. Creo, por tanto, que merece unas cuantas palabras de exculpación y agradecimiento.

Puesto que la pornografía lleva a cabo una obvia función física, los críticos literarios se han negado a considerarla una forma de arte. Según sus cánones, el arte es algo que apela a conceptos etéreos tales como el alma y la imaginación; cualquier cosa que apele a los genitales entra en la categoría de masaje. Lo que olvidan es que el lenguaje puede ser usado de muchas formas complejas y delicadas para estimular el pene. No es simplemente una cuestión de bombardear al lector con palabras guarras. Como Lionel Trilling dijo en su memorable y lúcido artículo sobre el tema:

No veo ninguna razón ética ni estética por la cual la literatura no deba tener como uno de sus objetivos el suscitar pensamientos de lujuria. Es uno de sus efectos, y quizás una de las funciones de la literatura el provocar deseo, y no encuentro ninguna base para decir que el placer sexual no debiera encontrarse entre los muchos objetos de deseo que la literatura nos propone, junto con el heroísmo, la virtud, la paz, la muerte, la comida, la sabiduría, Dios, etc.

Este es el argumento central de la pornografía como arte. No se puede expresar de manera más concisa ni más irrefutable. Si un escritor usa artificios literarios para provocar el goce sexual está haciendo un trabajo de artista. Sólo a él le concierne decidir si las palabras guarras le van a ayudar en su proyecto. C.S.Lewis, un gran crítico literario amén de apologista cristiano, en cierta ocasión me sorprendió al decirme que su objeción a las palabras venéreas era que éstas son antiafrodisíacas. Añadió que, desde tiempos remotos, los mejores escritores siempre han sabido que un acercamiento oblicuo al sexo ofrece mejores dividendos eróticos. (El acercamiento directo, me decía, significa que uno se tiene que rebajar al lenguaje del jardín de infancia, de la taberna, o bien del libro de medicina. Y estas no son posiblemente las asociaciones que uno quisiera evocar.) Pero eso es tan sólo una cuestión de gusto.
Cualquiera que sea la técnica que el autor emplee, siempre tendremos el derecho de juzgar
el resultado final como una obra artística. Y el criterio básico, en el caso de la pornografía, siempre será si consigue excitarnos o no. En el caso de que así no sea estaremos en condiciones de hablar de un fracaso artístico.

Sin embargo no debo caer en la trampa de sugerir que la pornografía sólo es susceptible de defensa cuando pueda considerarse como arte. Al contrario, es defendible en sí misma y por derecho, no importa si es arte o no lo es, ni siquiera si está bien o mal escrita. La libertad para escribir de sexo tiene necesariamente que incluir la libertad para escribir mal.

Muy pocos críticos actuales son capaces de escribir acerca del porno sin temblar llenos de prejuicios. Puede notarse en ellos una preocupación constante por la opinión que sus lectores puedan hacerse de ellos; nunca debe sospecharse que disfrutan con su lectura porque ello equivaldría a admitir que se masturban. En consecuencia, suelen adoptar un tono jocoso a la defensiva, cuando no una actitud indulgente. A veces se deshacen en mares de compasión por aquellos que son capaces de salir a comprar el obsceno producto –la clase de compasión que es prima hermana del desprecio. Por supuesto, no hay ni que mencionar a los predicadores oficiales, para los cuales toda pornografía es basura subversiva y debiera ser destruida.

Únicamente en los trabajos de críticos inteligentes es donde puede notarse ese particular tono de velado disgusto liberal, algo así como el de un profesor de toxicología empeñado en asegurarnos cada cinco segundos que jamás ha envenenado a nadie. Este tono es perceptible incluso en Los otros victorianos, de Steven Marcus, un sobrevalorado y a menudo astuto estudio sobre la pornografía en la Inglaterra decimonónica.

Permítaseme señalar algunos de los errores, ambigüedades y confusiones críticas que detecto en su libro:

(1) Sobredependencia del dogma freudiano. El profesor Marcus usa en el prólogo a su libro la
famosa cita en la que Freud proclama que los mayores logros culturales se consiguen por medio de la sublimación de los componentes del instinto sexual. En otras palabras, cuanta menos energía se invierta en sexo, mayor será la probabilidad de producir una obra de arte. Esta hipótesis carece de base científica alguna. Es como decir que si acumulas la leche suficiente, de alguna forma se podrá convertir en vino algún día.
(2) Sobreadicción al simbolismo freudiano. Al describir un manual victoriano sobre pornografía, el profesor Marcus señala que muchas veces su autor inserta una página entera de notas para
sólo una línea de texto. Añade que uno está tentado de ver en este hecho una iconografía inconsciente: bajo una enorme cabeza aparece adosado un enorme apéndice. Resiste la tentación, Marcus: esto es una broma subfreudiana de la peor especie. Más adelante, el profesor cita a un pornógrafo que disimuladamente -y para evitar la repetición utiliza la palabra evacuación para referirse a la eyaculación. Si uno continúa con la metáfora, comenta Marcus con insufrible pedantería, se empieza a ver el pene como una columna fecal o bien como la parte inferior de los intestinos, con lo cual el cuerpo de la mujer, y más concretamente sus genitales se convierten en un retrete, etc. Ten cuidado al ampliar las metáforas, Marcus, particularmente si son anales. Siguiendo con los ejemplos, cuando en otra ocasión un héroe porno se dispone a desvestir a una muchacha y dice que descubrió bellezas capaces de revivir a los muertos, el profesor Marcus insiste que esa frase es una referencia inconsciente al autor y sus lectores: ellos son los muertos que necesitan ser revividos. Si empezamos a interpretar con tópicos de ese estilo, entonces entramos en un campo de minas cada vez que le quitamos la funda a nuestras máquinas de escribir.
(3) Censura moral enmascarada de desaprobación estilística. Marcus tiene el hábito de atacar
a la pornografía en particular con conceptos aplicables a la literatura en general. En cierto momento cita una frase que utiliza torpemente adjetivos como voluptuoso, amoroso, y tumultuoso. Esto le sirve a él para decir que, puesto que son vagos e inespecíficos, expresan una importante tendencia de la pornografía. Nada de eso: lo que expresan es una tendencia existente en la mala literatura de cualquier tipo. La escritura farragosa no es más aberrante en pornografía que en Norman Vincent Peale.


Extracto del ensayo introductorio «In praise of hard core» de Kenneth Tynan para la edición de DIRTY MOVIES (An illustrated history of the stag film) 1915-1970, Chelsea House, NY, London, 1976. Traducción al castellano de Jesús Palomo.

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