Vecinos
Lo
único que podía justificar esa descabellada pérdida de tiempo en la bianual
reunión de vecinos eran las piernas de Conchita, del cuarto be, que lejos de
taparse afanosa como en anteriores sesiones, las mostraba en toda su extensión
bajo la seda negra de las medias que surgían de su minifalda oscura.
El presidente, el vice, el secretario y el tesorero
siguieron siendo los mismos (nadie tenía el suficiente tiempo ni las agallas
necesarias para ocupar algún puesto en la jauría de cuarenta casas de vecinos,
en las que no sólo pierdes amistades, sino que te miran con malos ojos, como si
fueras a quitarle el pan a sus hijos o si las vacaciones de verano te salieran
gratis).
Como siempre, se habló de los perros
del quinto que ladraban a horas no deseadas. “Y que le voy a hacer, le pongo un
silenciador a cada perro o le doy un somnífero cada vez que a usted le
molesten”, replicó el dueño de aquellos animales, vestido de mercenario, como
siempre, preparado para cualquier emergencia, en traje de campaña de tonos verde
susto, con sus correajes y sus botazas.
Este comentario provocó las risitas
de la asamblea y el gruñido estúpido del satisfecho zapador. Con voz de pito y
un rubor de niña tonta, relinchaba Conchita también riendo, al tiempo que
descruzaba las piernas y me dejaba observar el triangulito blanco de las bragas
al fondo de sus muslos.
En ese momento, se largó una señora
gorda de mi lado (de las señoras viejas y obesas que habitan en el primero y el
segundo). Aproveché el momento para trasladarme a su sitio, justo en frente de
mi querida exhibicionista, justificando mi cambio con un aleteo que pretendía
evitar el humo de la pipa del compañero de la izquierda, el señor mayor del
cuarto.
Se hablaba, creo, sobre la necesidad
o no de poner antena parabólica, cuando Conchita se dio cuenta de mi descarada
mirada lasciva. A la cual respondió, a diferencia de lo que cabría pensar,
arrebujándose un poco en la silla y elevando algún centímetro más su faldita.
Conchita no tenía cuerpo para mí, sólo de cintura para abajo. Abrió levemente
sus piernas, alimentando mi lubricidad y despertando algo entre mis piernas.
Nosequé tratábamos de los
ascensores y los niños cuando dijo el secretario que eran las diez y media, que
la reunión había terminado, que los puntos pendientes serían tratados en la
próxima reunión. Me levanté en el
momento en que se me acercaba el guerrillero del quinto solicitando mi firma
para una campaña pro-perros y en contra de los antiecológicos sin escrúpulos.
“Claro que firmaré, pienso meter en casa un papagayo tenor”, dije. Al soltar el
bic miré alrededor para localizar a la chica de mis desvelos. Había
desaparecido.
Preocupado cogí el ascensor y entré
en mi casa, el cuarto be, donde, como siempre me esperaba Conchita, mi mujer,
semidesnuda sobre la cama.
Jorge Fernández Bustos (ilustración: Aida Ortiz)
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