domingo, 8 de diciembre de 2013

VECINOS

Vecinos

Lo único que podía justificar esa descabellada pérdida de tiempo en la bianual reunión de vecinos eran las piernas de Conchita, del cuarto be, que lejos de taparse afanosa como en anteriores sesiones, las mostraba en toda su extensión bajo la seda negra de las medias que surgían de su minifalda oscura.
            El presidente, el vice, el secretario y el tesorero siguieron siendo los mismos (nadie tenía el suficiente tiempo ni las agallas necesarias para ocupar algún puesto en la jauría de cuarenta casas de vecinos, en las que no sólo pierdes amistades, sino que te miran con malos ojos, como si fueras a quitarle el pan a sus hijos o si las vacaciones de verano te salieran gratis).
            Como siempre, se habló de los perros del quinto que ladraban a horas no deseadas. “Y que le voy a hacer, le pongo un silenciador a cada perro o le doy un somnífero cada vez que a usted le molesten”, replicó el dueño de aquellos animales, vestido de mercenario, como siempre, preparado para cualquier emergencia, en traje de campaña de tonos verde susto, con sus correajes y sus botazas.
            Este comentario provocó las risitas de la asamblea y el gruñido estúpido del satisfecho zapador. Con voz de pito y un rubor de niña tonta, relinchaba Conchita también riendo, al tiempo que descruzaba las piernas y me dejaba observar el triangulito blanco de las bragas al fondo de sus muslos.
            En ese momento, se largó una señora gorda de mi lado (de las señoras viejas y obesas que habitan en el primero y el segundo). Aproveché el momento para trasladarme a su sitio, justo en frente de mi querida exhibicionista, justificando mi cambio con un aleteo que pretendía evitar el humo de la pipa del compañero de la izquierda, el señor mayor del cuarto.
            Se hablaba, creo, sobre la necesidad o no de poner antena parabólica, cuando Conchita se dio cuenta de mi descarada mirada lasciva. A la cual respondió, a diferencia de lo que cabría pensar, arrebujándose un poco en la silla y elevando algún centímetro más su faldita. Conchita no tenía cuerpo para mí, sólo de cintura para abajo. Abrió levemente sus piernas, alimentando mi lubricidad y despertando algo entre mis piernas.
            Nosequé tratábamos de los ascensores y los niños cuando dijo el secretario que eran las diez y media, que la reunión había terminado, que los puntos pendientes serían tratados en la próxima reunión. Me levanté en  el momento en que se me acercaba el guerrillero del quinto solicitando mi firma para una campaña pro-perros y en contra de los antiecológicos sin escrúpulos. “Claro que firmaré, pienso meter en casa un papagayo tenor”, dije. Al soltar el bic miré alrededor para localizar a la chica de mis desvelos. Había desaparecido.
            Preocupado cogí el ascensor y entré en mi casa, el cuarto be, donde, como siempre me esperaba Conchita, mi mujer, semidesnuda sobre la cama.

Jorge Fernández Bustos (ilustración: Aida Ortiz)

* Publicado por primera vez en el tercer Erizo, en junio del 94.

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