Una desacertada sensiblería hizo de Gustavo Adolfo Bécquer
un romanticón adalid de versos que cantasen adolescentes. Pero es cierto que,
si bien poca cosa publicó en vida –sueltos en revistas y otras publicaciones-, Gustavo Adolfo Claudio Domínguez
Bastida, que es como se llamaba el sevillano, conoció la gloria después de
muerto. De hecho, se le atribuyen varias frases en el lecho de muerte, y entre
ellas un profético “Tengo el presentimiento de que
muerto seré más y mejor leído que vivo”. La aparente sencillez de su poesía funde la
influencia germánica con el cantar andaluz -cosa que casi ningún crítico y
poeta entendió en su momento y las consideraban vulgares composiciones de
escaso valor. Su tributo al misterio de la creación artística, tuvo bien pronto
eco en el pueblo llano, que se lanzó a cantar por las calles sus pupilas
azules, sus golondrinas que no volverán, sus suspiros que van al aire y sus
lágrimas que van al mar… Pues los rasgos de su obra, la concisión, la poesía
desnuda y sin pompa, el drama, la queja y su tono trágico y hondo, entroncaba
perfectamente con la tradición popular española. No en vano, comentaba Bécquer en
El
Contemporáneo: «... la poesía popular es la síntesis
de la poesía. El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las
edades». Y fue ese pueblo quien lo puso en la historia de la literatura. Ese
pueblo, y sobre todo, su amigo Casado del Alisal, a quien se le ocurrió en el
funeral de Gustavo Adolfo recopilar sus poemas y publicarlos, bajo suscripción
popular, decisión tomada en una nochebuena de 1870.
En aquella publicación póstuma debían
también publicarse los grabados de su hermano Valeriano, tres años mayor que
él, y quien había fallecido solamente tres meses antes. Ninguno de los hermanos
Bécquer, inseparables, había alcanzado la edad de cuarenta años. Una salud
frágil que se complicó con tuberculosis y sífilis en el poeta y una hepatitis
aguda el pintor, se aunaron a fines de 1870. Pero el dinero recaudado tras el
entierro no dio para publicar ambos legados fraternales y solo alcanzó para las
Obras del poeta, editadas en julio de
1871.
Valeriano y Gustavo Adolfo fueron dos
hermanos unidos desde la infancia por la pronta orfandad y hasta compartieron
casa e hijos, cuando la mujer del segundo, Casta –hija del médico que atendió
la sífilis de Gustavo Adolfo- le puso los cuernos al poeta con un maleante
apodado “El Rubio”. A ellos se atribuye, bajo el seudónimo SEM, una colección
de láminas satíricas, 89 acuarelas glosadas, conservada en la Biblioteca
Nacional de Madrid (adquirida en 1986) y publicados por primera vez en 1991 (no
es una errata) por Museo Universal bajo el título «Los Borbones en pelota». La
atribución es motivo de controversia. Gustavo Adolfo no se caracterizó por
confraternizar con los liberales, y mantuvo bastantes amistades entre los
partidarios conservadores, aquellos que más le hablaban de
cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles, es decir, por convicciones más estéticas que puramente políticas. Sin embargo, su protector fue el gaditano Luis González
Bravo y López de
Arjona, uno de los últimos presidentes de Isabel II y personaje de la sátira
gráfica, lo cual proyecta más dudas sobre la autoría, que algunos atribuyen al
humorista Francisco Ortego.
Pero sea como
sea, la colección describe de manera atrevida y procaz a Isabel
II y toda su Corte. Junto a la reina –desprovista ya del trono por entonces por
virtud de la revolución de 1868 llamada la Gloriosa-,
los humoristas gráficos muestran al rey consorte Francisco de Asís, a quien el
pueblo llamaba Paquita Natillas (Paquita
Natillas es de pasta flora y mea en cuclillas como las señoras, cantaban
por Madrid o bien: Isabelona, tan
frescachona y don Paquita, tan mariquita); sor Patrocinio, "la monja de las llagas"; el confesor de la
reina Padre Claret; el por entonces amante real Carlos Marfori y el susodicho
presidente del consejo de ministros González Bravo, en unas sorprendentes
acuarelas que no deja títere con cabeza ni cabezón de pene sin funda.
«Los Borbones en pelota» no altera solo –incluso hoy- a los monárquicos
más recalcitrantes, sino a segmentos progresistas escandalizados por la
incorrección política. Pues la audacia de los ilustradores presenta a la reina
casi siempre desnuda y en actitud obscena con su corte, fornicando con su
amante o con un borrico; muestra a sus cortesanos en escenas imposibles de
falos entrecruzados; al rey consorte ensartado por el confesor o como pajillero
mayor de la Corte. En definitiva, un compendio de masturbación, zoofilia, relaciones
lésbicas, sodomía y orgía, no exento de simbolismo político, que vino a
celebrar la caída de la reina y divulgó los rumores sobre la fogosa sensualidad
de la reina y el desenfreno de la corte a través de la caricatura y el
ridículo.
Desde la edición primera de Museo Universal, la obra también ha sido
editada por la Compañía Literaria (1996) y la Institución Fernando el Católico
(2012).
Alfonso Salazarmendías
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